como un velo que aletarga. En el caso de las estadísticas de homicidios
en Venezuela, parece que ya nadie se espanta al contar los cuerpos por
decenas de miles. Más de veinticuatro mil, según algunas fuentes, son
los caídos por las balas en 2013.
De repente, el vil asesinato a mansalva de una figura pública y su
esposo, a manos de brutales delincuentes, sumado al absurdo y
doloroso hecho de que una inocente niña de 5 años haya terminado
con una bala en su pierna—y la lacerante certeza de que ésa no fue, ni
de lejos, la peor herida que recibió de manos de sus victimarios—
irrumpe como el abrumador hecho singular que, por su absurda carga
de violencia y por la notoriedad de las víctimas, nos estremece como
sociedad y pone sobre la mesa de nuestra conciencia colectiva la
relativa invisibilidad de esos más de 24.000 ataúdes de 2013 y los más
de 150.000 de los últimos tres lustros.
En Venezuela, el crimen florece como actividad, porque todo está
dispuesto para que así sea. La verdad sea dicha: en Venezuela, en esta
Venezuela, el crimen sí paga y paga muy bien. Y no porque en
Venezuela los criminales sean genéticamente distintos o culturalmente
más propensos a la maldad. En nuestro país, el crimen (llámese asesinato, robo, secuestro, extorsión, narcotráfico) es una actividad
que ofrece altos retornos económicos. Los delincuentes se dedican a
una actividad que les resulta potencialmente muy lucrativa. El crimen
reditúa no sólo beneficios económicos, sino también los círculos en
los que impera la cultura de la violencia. Incluso, el criminal parece
obtener un paquete de beneficios "no pecuniarios", conformados por
el prestigio y el estatus que le otorgan la crueldad y percibirse por
encima de la ley.
Pero el panorama en Venezuela luce desolador porque acá el crimen es
una actividad floreciente que opera con un costo cercano a cero.
Las astronómicas tasas de impunidad, el colapso y la politización del
sistema de investigación judicial y de acusación criminal se suma a esa
vergüenza inhumana que es nuestro sistema carcelario, el colapso
crónico de los juzgados, la penetración de los principales cuerpos
policiales nacionales por parte de grupos criminales organizados y la
quiebra operativa y financiera de cuerpos policiales menores. Todo se
conjuga en una sola cosa: en Venezuela, para todo efecto práctico, el
criminal opera sin riesgo discernible de sufrir alguna consecuencia por
sus actos.
A pesar del horrendo hacinamiento carcelario, el número de presos en
Venezuela es relativamente pequeño comparado con los estándares
internacionales. Siendo más directos, el costo Venezuela para un
criminal es cercano a cero porque la probabilidad de ser capturado y
la probabilidad de ser condenado son extremadamente bajas. Los
riesgos son mínimos y la muerte, tal vez el único riesgo palpable que
afrontan los criminales, parece haber sido ya descontada en su cálculo
de valor presente por una vida que la mayoría sabe será corta.
En Venezuela, el crimen goza de un ambiente con abundancia plena de
insumos y bienes complementarios para esa actividad. Por ejemplo: es
extremadamente fácil adquirir un arma y sus municiones, pues el
mercado de provisión de armamentos es profundo y diversificado
(además de barato).
Así, sin regulación alguna por parte de las
autoridades responsables, hay evidencias de un flujo infinito de armas
mortales hacia el mercado interno. Ese flujo es controlado por mafias
que, se presume, están en manos de los mismos responsables que
deberían controlarlo. En Venezuela es más fácil adquirir un arma de
fuego que algunos alimentos de la cesta básica alimentaria. Eso va
desde un arma con los seriales limados y varios muertos encima hasta
(si usted es un criminal con buenas conexiones) un AK-47. El show de
las políticas de desarme ha sido hasta ahora solo eso: un show.
Además, las actividades sustitutas del crimen no ofrecen, ni
remotamente, un rendimiento que pueda ser percibido como
competitivo a esta actividad. Dado que el modelo de crecimiento
improductivo que hemos tenido en los últimos quince años, no hay
nada en el mundo lícito que pueda parecerle atractivo, desde el punto
de vista material, a un delincuente. Sólo en un entorno de alto
crecimiento económico, con expansión del empleo productivo, formal
y moderno, y estabilidad macroeconómica, empezarán a surgir
actividades lícitas cuyo retorno y menor riesgo convoque a los
delincuentes a enderezar el rumbo de sus vidas. En un entorno así, la
educación puede tener algún efecto sobre la criminalidad. Pero sin la
economía en orden no hay educación que valga.
Imagine el lector a un criminal que haya sido detenido por diversos
crímenes y muchas veces, sin obtener ninguna condena relevante.
Imagine que este personaje haya tenido a su disposición todo tipo de
armas, incluyendo un FAL de las Fuerzas Armadas. Imagine que esta
persona se haya dedicado a robar y matar desde su temprana
adolescencia. Es decir: que no haya ejercido ninguna otra actividad a
lo largo de su vida. Un personaje así parece un ser hipotético, pero
resulta que Adolfito existe: es el presunto asesino de Mónica Spear y su
esposo.
Aunque soy un conocedor más bien superficial de los trabajos de Gary
Becker, este parafraseo personal sirve para abordar lo que el autor
llamó "la criminalidad como fenómeno de elección racional", y verlo
como un intento para señalar que todos, absolutamente todos los
factores que determinan los barbáricos índices de delincuencia que
observamos en Venezuela se encuentran en el ámbito (y son el más
puro objeto) de las política públicas del país. Pero nada de lo
mencionado aquí no es susceptible de ser modificado (al menos
parcialmente) por la acción del Estado y sus políticas.
Ese cuento de que nada se puede hacer con la criminalidad porque es un "problema
con profundas raíces en la sociedad" es una trampa cazabobos, una
coartada perfecta para cubrir a quienes con su desempeño nos han
traído hasta este punto.
Y es por eso que quienes llaman a "no politizar" el tema de la
inseguridad, a propósito de las horrendas muertes de Spear y su
esposo, pecan de una irresponsabilidad pasmosa.
La seguridad pública—y en particular denunciar el rotundo fracaso de las políticas en esa
materia en los últimos 15 años— es la quintaescencia del debate
político actual, pues cuestiona al Poder por sus resultados.
No se me ocurre un debate más político que éste: ¿qué es la política sino una
discusión abierta y transparente sobre visiones distintas con respecto a
las políticas públicas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario