diez minutos muere un
Venezolano asesinado.
Segúncifras extraoficiales, los primeros días de enero, fueron ingresados a la Morgue de Bello Monte, veinticuatro cadáveres victimas
de hechos delictivos. Según versiones extraoficiales, Venezuela es el tercer país más violento del mundo y Caracas, la ciudad más peligrosa de Latinoamerica. Según estudios extraoficiales, los criminales venezolanos tienen mejor armamento que los cuerpos de seguridad del estado. Según
los Venezolanos, las victimas, los
sobrevivientes, los deudos, los
anónimos, los que mueren día a
día, los que carecen de rostro, los que el gobierno invisibiliza, Venezuela vive una batalla invisible entre el ciudadano y la
violencia callejera. Pero en la
Patria Revolucionaria, en el paísdonde la ideología rebosa el sentido común y en ocasiones la realidad, la Violencia solo es una
consecuencia de la noticia que se
muestra, de la realidad ficticia que se confecciona a la medida del poder, de la necesidad impuesta, de la indiferencia
gubernamental.
Orwell lo imaginó hace décadas. Una sociedad donde el miedo se sostiene de la mentira y del ocultamiento, de las miles de
pequeños trucos que intentan ocultar lo que ocurre, lo que se vive. Que transforma lo que se soporta, lo que se asume, lo que
se debe enfrentar en una serie de ideas mínimas, a conveniencia del poderoso, del que dicta y construye la verdad, del que
intenta disimular los pedazos
rotos de un país en escombros a
medias. Esa es la Venezuela
actual, la que se esconde bajo la
necesidad del Gobierno del
silencio, de minimizar la realidad,
que la reconstruye para propio
beneficio. El país de la censura, el
país ciego.
Porque este es el país chevere,
esa es la gran mentira con que
Venezuela se disfraza. Este es el
país de la gente más cálida y
simpática, de la broma en la
punta de la lengua, del abrazo
cálido, de las mujeres más
hermosas. Este es el país
disfrazado de mujer bella, de
playa hermosa, de llano radiante,
de montaña querida. Este es el
país que sonríe con la boca rota,
con las manos llenas de sangre,
con la Tierra llena de dolor y de
luto. Este es el país que se
esconde detrás de la máscara de
la burla, del chistesito barato y
desde hace quince años, bajo el
traje de la revolución, ese que
parece quedar bien con todo,
justiticar incluso lo más doloroso,
vestir de política incluso lo más
brutal. Porque la Revolución
justifica el silencio, la victima
invisible, la familia rota, el dolor
que se teme.
Pero la realidad subsiste, se
muestra, a pesar del disimulo, de
la batalla dialéctica. Porque en
Venezuela, el Venezolano es la
victima propiciatoria de una
visión de país rota, sangrienta. Y
es que la muerte no conoce de
discursos ni tampoco de censura.
La realidad venezolana, esa que
todos vivimos a diario, supera la
necesidad del poder del silencio.
Y se impone, y se muestra. Y toca
cerca.
A Mónica Spears solo la conocía
por ser uno de los tantos rostros
hermosos que llenan la televisión
local y su titulo eterno como Miss
Venezuela, esa especie de
monarquia local tan Venezolana.
Con Thomas si conversé un par de
veces: era un alumno de la
Escuela de Fotografía donde
trabajo y un Venezolano por
adopción que amaba tanto esta
tierra que te sorprendía, te
llenaba de esperanzas. Porque
Para Thomas, casado con una ex
Miss Venezuela y amante de esta
tierra radiante que lo acogió con
amabilidad, Venezuela era una
promesa. Daba gusto escucharlo
hablar del país, de saber que un
extranjero podía amar tanto esta
patria árida, hostil y violenta. Te
hacía pensar en que había algo
más, además de todo el caos y la
tristeza de este país hecho
pedazos. Una manera amable de
comprender aún el gentilicio, de
creer en la Venezuela posible, que
todos añoramos por haberla
perdido quizás hace demasiado
tiempo.
Anoche, Thomas y Mónica fueron
asesinados durante un intento de
robo. El hecho ocurrió mientras
regresaban a Caracas luego de
disfrutar de los paisajes de
Venezuela en un viaje familiar. Así
de humilde, así de amoroso, así
de tradicional. Fueron asesinados
por cometer la ingenuidad de
confiar en este país, por asumir el
riesgo de quererlo, con todos sus
filos y sus desigualdades, por
atreverse a mirarlo como parte de
su identidad. Por sonreír, a este
país árido, a este país destrozado
por la violencia. Porque Thomas y
Mónica, con la ingenuidad del
idealista, decidieron brindar un
voto de confianza a la esta Tierra
hermosa pero dura, a este campo
de batalla anónimo que todos
padecemos. Y se convirtieron en
victimas. Se transformaron en
otra estadistica de un país que ya
tiene demasiadas, que tiene las
manos llenas de números rojos de
Venezolanos que a diario mueren
en una guerra anónima, no
declarada, en una batalla
auspiciada por la impugnidad.
Y es que Mónica y Thomas son el
simbolo de lo que no se dice. De
la Venezuela que el gobierno trata
de ocultar con cifras maquilladas
y con la censura del cobarde. Su
muerte parece llevar a la palestra
y a la mirada pública, la de todos
los ciudadanos de este país que
han sido asesinados y que el
Gobierno se niega a mirar, que
oculta con la irresponsabilidad de
quien no asume su deber, de que
mira a otra parte para intentar
disimular que la Violencia en este
país es un mal que carcome la
cultura, que destroza la sociedad,
que deja huerfanos a los hijos de
una patria que no existe, que se
desangra y muere poco a poco a
diario. Huerfanos de nombre,
huerfanos de gentilicio, en una
Tierra donde la violencia es parte
de todo los días, donde cada
ciudadano parece tener una bala
con su nombre, donde las cifras
no reflejan el temor, la
frustración y la angustia de
enfrentarse a diario a una
realidad que cercena, que deja sin
nombre y sin sentido al gentilicio.
Porque nos están asesinando, al
Venezolano de pie y al famoso, al
millonario y al pobre, al opulento
y al humilde. Nos están
asesinando en las carrerteras, en
las calles concurridas y las
solitarias, en las aceras a plena
luz del día. En cualquier lugar de
esta Venezuela muda, muere un
Venezolano, se enfrenta a esta
crudeza de perder el derecho más
elemental en un país que olvidó
como respetarlo. El Venezolano
ya no es un ciudadano sino un
sobreviviente, a la bala y a la
puñalada, la indiferencia y al
abuso de poder. Porque nos
están destrozando, en espíritu y
en deseo, en perspectiva, en
nombre, incluso en simple
esperanza. Porque Venezuela se
convirtió en un temor, en una
visión distorsionada de una
Nación donde la violencia forma
parte de lo normalidad que
asume, que se soporta. ¿Quien es
este ciudadano que intenta
sobrellevar este miedo, el temor
de ser asesinado día a día?
¿Quien es este sobreviviente a una
situación insostenible que se
resignó a la amenaza? No me
reconozco yo misma, cuando me
intento comprender como parte
de un concepto de nación roto.
No me reconozco en este
Venezolano de la Revolución, del
que sabe el valor de la sangre,
que mira para otro lado cuando la
bala no lo toca. No me reconozco
en esta necesidad de evadir y
justificar, en esta interpretación
de la violencia como parte de la
cultura. ¿Quienes somos, estos
venezolanos con una bala en su
futuro? ¿La posible Victima? ¿El
próximo a convertirse en
estadistica?
Hace unos días, tuve una
discusión con un oficialista que
insistía en que Venezuela "ocurren
cosas buenas". Y lo decía, como si
los escasisimos momentos de
bienestar que brinda el país,
pudieran justificar los otros,
todos los innumerables momentos
amargos de un país que se
fragmenta en miles de escenas de
sangre, de dolor, de angustia y
desasosiego. Con esa insistencia
del ferviente convencido, me
explicó la nueva visión de la
pobreza "dignificada", intento
convencerme de la necesidad de
comprender al país "con sus
errores". Y escuchandolo, pensé
que muy probablemente, el
principal problema de este país
amordazado, de victimas
anónimas, es el ciudadano que se
acostumbró al silencio, que lo
desea como matiz de la realidad,
que lo utiliza para no aceptar la
estafa histórica de la que es
victima. Escuchando a este
hombre adulto, intentando
justificar la violencia callejera, de
minimizarla por una oferta de
futuro que no existe, comprendí
que el real problema de un país
mudo, son los ciudadanos que se
quedaron sin voz y lo aceptan.
Y continuo pensando en Thomas,
que reía al hablar de este país al
que amo tanto como el suyo, en
Mónica, quien no conocí pero
tuvo el valor de reconocerse
venezolana a pesar de todo –
quizás debido a todo -, en la
pequeña hija de ambos, Maya,
otro huerfano de la violencia, otra
de las tantas, una cifra más en un
óceano de indiferencia. Y no
puedo dejar de pensar que las
calles de Venezuela representan
justamente ese vacío, esa
invitación a la crueldad y a la
impunidad, porque Venezuela se
quedó sin nombre, se quedó sin
genticilio y sin identidad, más allá
de la violencia.
<- Enlace a WebCrawler ->
style = font-family: Verdana; font-weight: bold; font-size: 12px;> Buscar en la Web con WebCrawler
style=font-family:Verdana;font-weight:bold;font-size:12px;>Search the Web with WebCrawler
No hay comentarios:
Publicar un comentario